204,8 kilómetros se abren ante mí. Tomo aire y empiezo el camino con una mochila como equipaje, y la naturaleza como copiloto. El sonido de los pájaros y el crujir de las ramas en nada se parecen al de los coches y la rutina. Una piedra en medio del sendero me saca del ensimismamiento. Por suerte, una mano me agarra fuerte del brazo y me salva de la caída. Levanto la mirada para darle las gracias y veo la cara de mi padre, joven, sonriente. Me ayuda a sacudirme la tierra de las rodillas y caminamos juntos de la mano. Torpemente, enlazo una zancada con la siguiente. En la fuente más cercana, me refresco y limpio la herida. Papá se sienta en un banco y me dice con gestos que siga, que ya me alcanzará. Apenas he dado un centenar de pasos cuando toda mi atención se dirige hacia mis pies. Un repentino dolor en las puntas de los dedos me hace detenerme; el calzado se me ha quedado pequeño. Mis piernas se vuelven largas y gráciles, y gano varios centímetros de altura. En ese momento, aparec
De querer siempre más. De no encontrar el momento. De ser feliz condicionalmente. De acostumbrarse sin querer y sangrar al desacostumbrarse. De querer irse sin apenas haber vuelto. De no saber volver. De perder el tiempo. De ni siquiera buscarlo. De guerras. De sus heridas vitalicias. De cobrar con intereses. De frenar instintos. De beber para olvidar. De no querer olvidar. De morir de remedios y no enfermedades. De guardar botellas en mensajes. De eso, más que de carne y hueso...
UN BANQUERO EN EL BANCO Cuando llegó el frío, todos los cajeros estaban ocupados, así que elegí un banco junto a una iglesia para instalarme. Pensé que sería un buen lugar para pedir, pero comprobé que la misericordia sólo se practica de puertas para adentro. Cansado de la indiferencia, me fui de allí proclamando a viva voz mi deseo de solicitar la apostasía. Siguiendo los consejos de los veteranos, opté por un supermercado. La generosidad de la gente me colmó de todo tipo de productos; con las hierbas, me hacía cigarros. Pronto, se me conoció en todo El Rincón como «el yonqui de las especias». Quise abrir una herboristería, pero el banco no me concedió el crédito y me dijeron, toma cilantro, por lo menos te hará sonreír. Al otro lado de la ventanilla, aún colgaba mi retrato de la pared del que fue mi despacho, antes del despido que me llevó al anonimato.
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