El camino de la vida (Relato premiado en el concurso #HistoriasdelCamino de ZENDA)

 204,8 kilómetros se abren ante mí.

Tomo aire y empiezo el camino con una mochila como equipaje, y la naturaleza como copiloto. El sonido de los pájaros y el crujir de las ramas en nada se parecen al de los coches y la rutina.


Una piedra en medio del sendero me saca del ensimismamiento. Por suerte, una mano me agarra fuerte del brazo y me salva de la caída. Levanto la mirada para darle las gracias y veo la cara de mi padre, joven, sonriente. Me ayuda a sacudirme la tierra de las rodillas y caminamos juntos de la mano. Torpemente, enlazo una zancada con la siguiente.

En la fuente más cercana, me refresco y limpio la herida. Papá se sienta en un banco y me dice con gestos que siga, que ya me alcanzará.


Apenas he dado un centenar de pasos cuando toda mi atención se dirige hacia mis pies. Un repentino dolor en las puntas de los dedos me hace detenerme; el calzado se me ha quedado pequeño. Mis piernas se vuelven largas y gráciles, y gano varios centímetros de altura.

En ese momento, aparece mi madre. Apoya su brazo sobre mis hombros y me anima a continuar la marcha. Caminamos en silencio y me atrae hacia ella en señal de que todo está bien.


Veo un prado a lo lejos y me invaden las ganas de salir corriendo, de disfrutar del golpe de aire en mi cara. Ruedo colina abajo y llego hasta los pies de Marcos, mi primer amor.

Sin mediar palabra, me pongo de pie y me coloco los mechones rebeldes. Él decide seguir mis pasos. Bajo un castaño nos damos el primer beso. Mi primero.

Al despegarme de sus labios, enrojezco, cierro los ojos para evitar su penetrante mirada y los abro ante un paisaje sin igual.


«Cuánto verde», pienso, mientras una mano se posa en mi hombro. 

Mi profesor de universidad, tal como lo recuerdo, me da unas palmadas en la espalda y me desea buen camino, y lo veo adelantarme, bordón en mano. La concha que cuelga de su mochila se hace cada vez más pequeña con la distancia.


Me paro exhausta junto a un río donde chapotean unos niños. El menor de ellos me salpica a conciencia. 

«Venga, mamá, tú puedes», me grita, y corre hacia mí. 

Lo subo a mis hombros y recorremos el trayecto hasta el siguiente pueblo, donde un grupo de peregrinos se para a observar el paisaje. Entre ellos, una mujer nos ofrece algo de fruta. Su cara me resulta familiar. 

«¿Elena?», le pregunto, asombrada de lo remoto del encuentro. Mi mejor amiga, llevando el traje del día de mi jubilación, afirma con la cabeza y me sonríe.

Las fresas me saben a gloria, y dejo atrás al grupo para continuar.

Mi hijo, ya adolescente, entabla conversación con los jóvenes del pueblo y me guiña desde lejos.


Algo vibra en mi bolsillo. 

«Felices 70, mamá», reza el pie de una foto de mi familia. Me adecento la melena canosa y les envío una junto a una flecha amarilla.

Aprovecho el parón para descansar en un banco. Con mis manos arrugadas, y algo temblorosas, sostengo el mapa. Observo todo lo recorrido como un gran símil con la vida.


Dos viandantes me ayudan a ponerme en pie y me apoyo en mi bastón para continuar hasta Santiago de Compostela.

En mi mochila, aún queda espacio para nuevos recuerdos.


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